lunes, 29 de diciembre de 2014

Añonuevos

Rumbo a la finca vio los añonuevos. Barridas, bajo un sol de justicia, alcanzó a reconocer las facciones de aserrín y marcador barato. Las patillas escurridas, las camisetas de publicidad política ya vencida, los zapatos inútiles que sostenían en el aire a esos espantapájaros festivos. Después, los nombres. A izquierda y derecha de la autopista se repetían los letreritos que nombraban a los muñecos que esa misma noche no serían más que fuegos de artificio. Araminta, Ricardo, Dolores, Juvenal, Melba. Y el último: Alfonso. Ese nombre: Alfonso. ¿Cuándo iba a olvidar ese nombre? O no, olvidarlo no, sabía que no podía, que no iba a poder olvidar ese nombre. ¿Pero al menos cuándo iba a dejar de dolerle? Sintió el impulso de frenar en seco y pedir que le vendieran a Alfonso, a condición de que se lo taquiaran de pólvora. O de dinamita. Sí, una tonelada de dinamita, eso quería. A ver si así explotaba la rejilla, el corsé invisible que hacía meses no la dejaba respirar como debía, que mantenía su vida palpitando entre un suspiro y otro. Alfonso. Si hubiera habido alguien acompañándola habría dicho que la expresión “despecho” había sido muy mal pensada, que lo que designa, en realidad, es la presencia insobornable de un dolor punzante e impreciso en el puro corazón. La rejilla, el corsé constriñendo fuerte entre las tetas y la espalda. Uno nunca siente más y peor el pecho que cuando está despechado. “Empechado”, debería decirse. Agradeció que el carro fuera vacío porque la soledad le ahorró ese patetismo. Y la lástima que hubiera producido. En cualquier caso no paró. Abrió la ventanilla y prendió un cigarrillo. 


Al llegar cumplió modélicamente con las convenciones. Saludó a la familia. Sostuvo conversaciones de cartilla con tíos y primos interesados en su futuro. Alabó el asado. Durmió a los sobrinos. Bailó con su hermano borracho. Esperó con paciencia de monja de clausura la media noche. Y nunca dejó de repetirse el nombre: Alfonso. 

Cuando tronaron las papeletas de los añonuevos y estallaron en el cielo los voladores que tiraban en las fincas cercanas, y llegaron los buenos deseos y las uvas y los abrazos, y sonaron las canciones que siempre suenan, fue hasta la alcoba que había sido suya de niña y cogió la única muñeca que conservaba. Y había conservado esa muñeca porque era la primera, su hija y su única amiga en aquellos tiempos, ya tan remotos. Después buscó en su bolso un lapicero. Le puso barba a la muñeca, le ensució los ojos con tinta negra e, inconforme con el resultado, dibujó unas gafas. Mejor, unas gafas como las de Alfonso. Como pudo la dejó calva. Tuvo cuidado de no rasgar la tela del vestido cuando escribió el nombre sobre el pecho de la muñeca. A falta de pólvora o de dinamita caminó hasta el cuarto de herramientas y bañó a la muñeca con gasolina. Salió y se aseguró de que nadie la viera. Prendió un cigarrillo. Miró a la muñeca y supo que ese juguete no tenía la culpa. Supo, también, que esa muñeca no era más un juguete. Esa muñeca ahora era Alfonso. Y él sí tenía la culpa. Dio otra calada. Sintió la rejilla, el corsé. Urticante, helado. Y maldijo. Se sentó en la hierba. Acercó el cabo del cigarrillo a la muñeca, a Alfonso que no tardó en encenderse, en derretirse con una llama pegajosa. A lo lejos seguían los fuegos de artificio y la música alegre. El plástico calcinado calentó sus manos en la oscuridad del año que nacía. No lloró.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 16 de diciembre de 2014

El peso del amor

Un encuentro imposible estremeció la adolescencia de muchos: «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico». Y sigue diciendo, el narrador, que ella, la Maga, no estaría en el puente. O sea: que perdió la ida. ¿O que la perdería? Como todo está en condicional… Eso le pasa por no poner citas precisas, escribir en papel blanco y apretar los tubos por cualquier parte. 

«¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts?», se pregunta luego, viendo que no estaba ahí la Maga, el narrador. ¡Pues qué más va a ser! ¡Nada! Estar por ahí vagando, sin ton ni son, esperando el encuentro casual. La educación sentimental de muchos empezó entonces con un desencuentro: el de un hombre buscando a una mujer que nunca se le apareció mágicamente, sin cita, por telepatía, en el Pont des Arts. Y siguió con la historia de un grupito de latinoamericanos varados en París, un niño con nombre de región de Francia y de queso de cabra, Rocamadour, y con una historia de amores truncados que se podía leer en orden o en desorden. Iluminados por esas primeras experiencias literarias, muchos encontraban a la Maga en corredores de colegios y universidades, recitaban de memoria las primeras líneas del relato, hablaban con soltura de ambas orillas del Sena y habían aprendido a decir y a repetir que el amor es un puente y que «un puente no se sostiene de un solo lado, jamás Wright ni Le Corbusier van a hacer un puente sostenido de un solo lado…». ¿Puentes Le Corbusier? Ni sostenidos de un sólo lado ni de los dos: no hizo ninguno. Esa referencia es la que no se sostiene. Se derrumba sola. 

Tampoco se sostienen ya los «pretiles de hierro» del Pont des Arts, por los que no se asomaría la Maga en aquél comienzo melancólico. Una noche de verano se fue al Sena un primer tramo del barandal, que cedió al peso de miles de candados que enamorados del mundo entero han ido engarzando a lado y lado de la pasarela, y cuyas llavecitas botan al río para que también, como el puente, quede contaminado de metal barato. Sellando el candado sellan un pacto, y botando las llaves se aseguran de que ninguno pueda huir de la jaula del amor. Eso dicen, palabras más, palabras menos, los que a falta de espacio en la baranda siguen poniendo sus candados sobre los candados de otros, en una mezcolanza de amor cobriza que tiene en grave riesgo de colapso a la estructura del puente. Entre eso y pasar a ver si uno se encuentra con la Maga por azar, francamente, prefiero lo segundo. De dos situaciones cursis, la menos estrepitosa. 

De los que ayer se estremecían con historias de Horacio, de Wong, de Gregorovius, los que antes deliraban con la espesura de aquellos diálogos solemnes, los que buscaron emular esas veladas de jazz en sus primeras noches de conquista, de todos ellos, muchos vienen hoy en peregrinación a poner sus candaditos. Y ellos, sumados a muchos otros que jamás conocieron a Oliveira, que nunca vieron «famas» ni «cronopios» pero supieron a tiempo de la existencia del Pont des Arts, han hecho que la masa de enamorados crezca desmedidamente año tras año, y que la masa informe de metal supere ya el millón de candados cerrados. Por eso, queriendo proteger el Pont des Arts de tanto amor, la alcaldesa de París mandó a cubrir las barandas con paneles de madera. Tercos, los enamorados corrieron a tomarse el Pont de l’Archevêché, detrás de Notre-Dame. Y como también ahí los candados ya infestaron las dos balaustradas completas, muchos fueron a tomarse la Passarelle Simone de Beauvoir, llamada así en honor a la filósofa de la libertad femenina. Candados cerrados en el puente de Simone de Beauvoir, defensora del amor libre…

Del rito se dice que nació en la Hungría del siglo XIX, donde soldados en fuga les dejaban de recuerdo un candado cerrado a sus amantes. Otros afirman que el fenómeno sí nació en Hungría, pero mucho tiempo después: hace unos treinta años, cuando las rejas de la sinagoga de Pécs se fueron llenando de cerrojos. Hoy, extendidos por varios puentes del mundo (el Ponte Vecchio de Florencia, el Hohenzollernbrücke de Colonia, el Brooklyn de Nueva York), los candaditos del amor son el esfuerzo cándido de fundar certezas en una época que no da ninguna, y que ofrece en cambio más libertad por menos seguridad. O un intento de enfrentar, mediante un símbolo obvio e ingenuo, los temores inducidos por lo que un sociólogo llamó «amor líquido», es decir ajeno a la «solidez» que prometían las instituciones tradicionales. Caída en descrédito, la imagen del amor para toda la vida cede lugar a la incertidumbre, la desconfianza y el miedo, sentimientos que estremecen hoy la experiencia amorosa de muchos. Pero como todo lo que es persiste en su ser, y como todos los enamorados quieren seguir enamorados, quizás sea mejor acostumbrarse a esta inútil tentativa de apresar lo que fluye y se va, como lo dijo para siempre Apollinaire: 

Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena
y así pasan también nuestros amores.
La certeza ya nunca me será ajena: 
el gozo viene siempre tras la pena

El amor se va como el agua que fluye
El amor se va… 

Viene la noche, suena la hora
Y los días se alejan
Y aquí me dejan

Pasan días y semanas
Y ni el tiempo pasado
ni los amores regresan
Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena…

PABLO CUARTAS

martes, 9 de diciembre de 2014

Lo fácil o difícil de la decisión

El hecho de que hubieras tomado la decisión de dejar de fumar el día antes de que te dejara, aunque lo pensé, no me iba a persuadir de hacerlo. Así fue, me dijiste dejé el cigarrillo y al otro día en la banca de siempre yo te dejé a ti. Recuerdo que dijiste con orgullo que lo dejabas de la manera más efectiva, esgrimiendo la consabida razón de que dejar el vicio es tan fácil (o tan difícil –digo yo–) como tomar cualquier otra decisión en la vida. Y pues sí, de acuerdo, tan fácil (o tan difícil –repito–) como seguir aguantando tu vida fumosa estancando la mía, o tanto como haberte dicho que ya no más, dejarte ahí en esa banca con tus ganas de fumar; o tanto así, también, como que te convenzas de no comprar el paquete de cigarrillos (sé que fue difícil), porque el hecho de que te deje un novio no es razón suficiente para volverte a enganchar, pensarías, pero con muchas ansias y la mano vacía. Tan fácil como dejarte así en la banca y decidir tomar un taxi para esfumarme, o tan difícil como fue haberte dejado yéndome a pie, lentamente, y tú mirando siempre mi espalda hacerse más pequeña y más pequeña, caer en punto ciego por la cantidad de gente, por los carros o la distancia. Me fui a pie, decidido como el paso del tiempo. Así se fueron sin más seis, siete meses sin tú llamarme ni yo llamarte, porque también es una decisión tan fácil (como difícil) tomar el teléfono o no. Más que extrañarte pensaba en cada decisión que tomaba y sí, cuánta razón, puede ser tan fácil como uno se lo proponga. Comencé a fumar.

Luego comencé a fumar en serio, casi un paquete diario. Y los probé todos: light, white, gold, fresh, frozen, pure, filtered y unfiltered, todos. Cada uno a bocanadas largas, hondas y decididas, como si alguna vez hubiese decidido matarme por los pulmones sin siquiera enterarme de lo fácil o difícil de la decisión tomada. Es que a veces resulta tan fácil... Así, sin haber decidido en ningún momento olvidarte, me acostumbré a tu ausencia. Y quién lo iba a creer: solo porque empecé a fumar, de repente, te volví a ver. Fue un día en el que decidí (si me permites llamar “decidir” a esa convicción sesgada, constante y eterna de los viciosos), en vez de pedir un servicio a domicilio de miserables dos mil pesos, salir a comprar los cigarrillos. Fui a la tienda de siempre aunque pude ir a otra, fui cuando atardecía, iba por la acera del sol, que pegaba suave y me abrigaba con una calidez mermada, justa, yo ya de vuelta con el cigarrillo echando humo… Y vos venías todavía lejos, por la acera del frente, en la sombra, pálida, friolenta y agarrada a tu cigarrillo. ¿Qué tan malas decisiones tomarías que se te veía así? ¿o tan inapropiadas que justo viniste a poner tu cara pálida enfrente? Una de tus decisiones era evidente: volviste a fumar, lo sabía (o decidiste nunca dejarlo), y yo, como dije, empecé a hacerlo avorazado, pero vos no tenías ni idea. El humo de este unfiltered se hubiera enlazado en lo alto del cielo con el tuyo, con el de tu light filtered, pero sentí vergüenza de que me vieras en tu vicio, del que tanto reproché, y de mostrarme ahora tan orgulloso de mí mismo tirando humo por la boca. Lo exhalé todo y me obligó la vergüenza a dejar caer el cigarrillo. Sin que me vieras, boté medio a la calle, a que se extinguiera todo: chispa, humo y ceniza en vano. Pasaste de largo y lamenté que no me hubieras visto viéndote fumar. Lamenté sobretodo no haberme fumado el cigarrillo todo entero. 

Con tanta decisión e indecisión implicada, lo que sucediera era inevitable y tan cierto como la certeza de que todas las aguas también van a encontrarse, allá en el mar; como la certeza de que todo se va al carajo y allí se encuentra inevitablemente todo con todo en un caos resultante de millones y millones de caos tan plurales como singulares y tan pequeños como inconmensurables. Era inevitable porque era la banca de siempre, pero evitable porque hace cuánto había dejado de serlo y era día tras día la banca de hace ya un tiempo. Tanto así que ni desde tu espera en la esquina mirabas a ver si estaba yo ahí sentado. Te vi desde lejos nuevamente, pero ahora no ibas de paso sino que esperabas con la paciencia que te daba aquel cigarrillo que habías acabado de comprar. Yo fumaba y te miraba, exhalaba señales de humo que no veías y que no podías entender pero que decían aquí estoy y mírame, mírame que te quiero saludar, y luego se perdían en arabescos temblorosos e ilegibles, para mezclarse con las tuyas en lo alto sin dar razón del uno o del otro, sin dar razón de nuestras ganas de vernos. Era entonces mi decisión de llenar o no esa espera que a la distancia se veía que era para mí, o la tuya de pensar o no, en ese momento, en que yo podía estar ahí en la banca, y mirar, decidirte a mirar. Era entonces nada más que te acordaras de nuestra banca y vinieras hasta aquí; que me arriesgara, por fácil o difícil que fuera, a ir hasta donde estabas… que nos tomáramos un tinto en aquella cafetería y desde allí ver cómo un tipo espera en una esquina a una mujer indecisa que no va a llegar, luego irnos de besos y bocanadas, servirnos del mismo cenicero, y no dejar que nuestros dos hilos indecisos de humo salgan de la habitación, hacer que se mezclen a la fuerza y para siempre. O tomarme el tinto solo, o quedarme en la banca de ya hace un tiempo viendo cómo el tipo te saluda y se va contigo, te lleva de la mano a un punto ciego entre la gente, entre el smog de los carros y el humo de este unfiltered, mezclándose todo con este aire que me intoxica inevitablemente.

CAMILO GIRALDO

lunes, 10 de noviembre de 2014

Desaparecido

Lucila Perea quiso escribir toda la historia en el cartel, pero no tenía las palabras. En el computador de un café internet escribió: “Juan González. Desaparecido”. Pidió que le ayudaran a poner la última foto que tenía de él en el centro de la página. Abajo puso un número de celular. Quiso poder escribir “Recompensa” pero no tenía el dinero para respaldar esa súplica. Con plata prestada imprimió todas las copias posibles y salió a pegarlas en todos los postes que pudo, hasta que ella misma comenzó a sentirse perdida, desaparecida.

Días después Juan González se vio en uno de esos carteles y, agradeciendo que Lucila Perea no tuviera palabras para escribir toda la historia, lo despegó del poste. Desde ese momento se vio en todos los postes y de todos los postes quitó los carteles. Siguiendo su rostro repitió el trayecto que ella había recorrido perdiéndose. Cuando sospechó que Lucila Perea había llorado poniendo los avisos que él quitaba, Juan González lloró. Lloró hasta que no quedaron más postes. 

Lucila Perea se dio cuenta de que los carteles ya no estaban. Con otra plata que no era de ella sacó más copias y las puso en los mismos postes. Juan González volvió a quitarlos. 

De ahí en más Lucila Perea no tuvo más oficio que poner esos avisos. Reiterar patológicamente esa, su última esperanza. De ahí en más Juan González no tuvo más oficio que quitarlos. Reiterar patológicamente esa, su última culpa. Repetir la historia en los mismos postes que, en la noche, por defecto, mal alumbraban esas tristezas incontables. E incontable es la última palabra en la que puede pensarse antes de detenerse enfrente de la evidencia indiscutible de la vergüenza. Y el dolor. 

Un día, mientras pega carteles Lucila Parea ve a Juan González quitándolos. Ambos están concentrados en los mismos postes. En todos esos postes. Sin que le importe, ella sigue pegándolos. Juan González la ve cinco, seis postes más adelante. Sin que le importe, él sigue quitándolos. Y así siguen todos los días, todas las noches, todos los meses, aplazando el encuentro, perdidos, desaparecido uno del otro porque atrás, y adelante, sigue toda esa historia que ninguno de los dos tiene palabras para contar. Menos reconstruir.

ESTEBAN GIRALDO

lunes, 20 de octubre de 2014

Domingo

Por el barrio La Soledad, en Bogotá, merodea una pandilla de travestis que atraca a los transeúntes. Le dicen a sus víctimas que si no entregan todo lo que llevan encima los contagian de sida con una jeringa. Si no fuera por el grotesco maquillaje y las pelucas pulguientas pasarían como desechables ejemplares, de cartilla. Gente temible y desagradable los integrantes de esta banda. En la mañana se concentran en la esquina de una pequeña clínica militar cercana a la calle 45. No sabría decir si esa ubicación obedece a que sus labores matutinas consisten en consolar a soldaditos convalecientes pero el caso es que por ahí se reúnen. Ya en la tarde se dispersan y hacen su trabajo más famoso. El modus operandi es bastante conocido. Se acercan al que tenga la mala fortuna de pasar por la acera por la que ellos pasan y le piden una moneda. En ese momento calculan cuánto miedo le producen al incauto y deciden si tendrá lugar el asalto. Si sí, se van detrás, sacan la jeringa, amenazan al temeroso y se le llevan todas las cositas. Las mujeres, jóvenes y asustadizas, son sus víctimas predilectas. Por una de ellas entiendo, de primera mano, que esta historia sórdida no obedece a la homofobia, porque bien se sabe que la diferencia causa miedo y el miedo genera exabruptos, sino a que se trata de ladrones a cabalidad, en efecto.

El domingo, a eso de las cinco de la tarde, a esa hora yerma en la que a todos nos dan ganas de no vivir más, de no querer enfrentarnos otra vez con una semana cuesta arriba, de suicidarnos sin dolor y sin escándalo, iba caminando yo por el Parkway. Encima nadie me esperaba en casa. Venía pensando en que tal vez nunca nadie volvería a esperarme en casa. En que la soledad no es un estado sino una condición. En que existe una relación directa, proporcional, entre la belleza, la amabilidad y la bondad de las mujeres, y la dificultad de gustarles. Y en que eso es apenas justo. Bobadas así venía diciéndome cuando vi que, desfilando por el sendero, venían dos comadres de la pandilla. El encuentro era inevitable y la pregunta no se hizo esperar. ¿Nos da una moneda?, dijeron en coro, forzando un tono femenino en la voz. Monedas no tenía, apenas unos billeticos baratos y raídos. ¿Cómo no va a tener?, dijo una de ellas, ya con voz de hombre. Quise decirles que siempre le había tenido mucho miedo a las jeringas, que no me hicieran nada, que se llevaran lo que quisieran. En cambio, mientras apretaba el paso, hice un gesto que indicaba que no, y que lamentaba mucho no tener monedas. Esperé que me cerraran el paso. Que llegara la amenaza. Que se consumara el atraco. Supe que accedería a lo que ellos me pidieran porque a esa hora bien poco me importaba todo. Me dejaron seguir mientras me miraban. Cuando casi no los veía escuché que uno de ellos me dijo usted-es-muy-bonito. Lo pronunció delicado y sin morbo, o quisiera recordarlo así. Después me mandó un beso sonoro. Sonreí. Me fui sintiendo que quizás valdría la pena una semana más. Y una tristeza infinita.

ESTEBAN GIRALDO

martes, 30 de septiembre de 2014

¿Última palabra?

Me aburrían tanto las preguntas fáciles y baratas que me paré de la cama y me fui. En la cocina, mientras mi cuerpo desnudo recibía el aliento frío de la nevera vacía, escuché, por fin, una pregunta interesante. ¿En qué año Muhammad Ali perdió su título mundial de boxeo contra Joe Frazer? ¿Ah? No tienes ayudas. ¿No? A. 1969. B. 1970. C. 1971. D. 1972. Al final supe que ella tenía la respuesta y yo, la verdad, no tenía ni puñetera idea. Desandando el camino hacia la habitación me dijo que era la C, 1971. Le pregunté entonces si también era amante del boxeo y me respondió que simplemente había visto la película hace poco. Por supuesto, era C, 1971. Veinte millones. La felicité quitándole la sábana y besándole el cuello mientras mi mano buscaba el rincón de su entrepierna. Me frenó y me pidió que le prestara atención al televisor donde Paulo Laserna Phillips anunciaba la próxima pregunta, por cincuenta millones. ¿Quién fue el único heredero de Carlomagno? Ni siquiera tuve que mirar las opciones. Luis el Piadoso, afirmé. ¿Última palabra? Sí, Paulo, le respondí a ella. Puse mi nuca sobre su ombligo, satisfecho, con cincuenta millones en el bolsillo. Me preguntó cómo sabía eso. Le respondí que me acordaba porque me lo había enseñado la profesora más bonita que había tenido en el colegio. Quise recordar el nombre pero no lo recordaba, no lo recordé, todavía no lo recuerdo. Vi los zapatos casi infantiles de esa profesora, las medias veladas, las piernas largas y blancas, la falda hasta la rodilla, la ceñida cohesión de la cintura, la camisa de botones apenas semiescotada, los desordenados lunares en el cuello, el rostro conmovedor, el cabello largo y rubio, esa juventud radiante e imposible para el niño que era yo entonces. Con algo de suerte, en ese momento hubiera podido recitar correctamente una línea de tiempo que comienza con la caída de Roma y llega hasta advenimiento del Sacro Imperio Romano Germánico porque se me revelaba sobre el verde de un tablero en la medida que la mano de esa profesora anónima y hermosa la escribía con tizas de colores. Contemplé la letra, cursiva, pulquérrima, de monja. No recuerdo el nombre, dije cuando ya el concursante había decidido retirarse con dignidad. Era muy joven, tendría tu edad, completé sin nada más qué decir. Ella apagó el televisor y comenzamos una faena en la que agotamos no sólo todo nuestro deseo sino el que alguna vez sentí por esa profesora inefable. Después, sobrevino el miedo. Y la culpa. Tuve la certeza desesperada de que mi cabeza atesoraba lo inútil y no lo importante. Supe que recordaría para siempre que Muhammad Ali perdió su título mundial de boxeo contra Joe Frazer en 1971 y que irremediablemente olvidaría el nombre de la mujer que tan amablemente me lo había enseñado.

ESTEBAN GIRALDO


martes, 16 de septiembre de 2014

Insomnio

Me cuenta el Mono, borracho, que su chica lo dejó por otro y que lo peor de la tristeza es que no descansa ni deja descansar. En las noches donde el despecho y el desprecio son más amargos le pasa que no puede dormir. Se le agotan las horas rumiando la impotencia y ella, la tristeza, febril, confecciona y vende todas sus celadas. El Mono ruega que caiga el sueño. Leer no le sirve. Ver cine menos. Arrullarse con el radio menos que menos. Tomar leche caliente con cilantro no le ayuda. Ha probado con pastillas pero tampoco funcionan. No tiene alientos para ponerse a hacer ejercicio hasta el desmayo. Avanza el Mono por ese animal oscuro que es la noche y ella, la noche, pasa como si fuera un perro sin olfato, anoréxico, y no se lo devora. Suplica el Mono entre ovejas y números poder descansar. O morir. Se disocia el cuerpo rendido por las horas y la mente que se enfanga destemplada, hirviente, incansable y con los ojos rojos en la malquerencia, el desconsuelo y la ineptitud. Aparece entonces el alba y el temblor de un cuerpo que agradece al menos que se haya acabado la víspera de un sueño que no llega. Se suceden, uno tras otro, más días así y el pobre Mono se la pasa rezando, pidiendo el milagro del reposo. Un día, tal vez cuando física y metafísicamente es imposible aguantar más, el Mono puede dormir. Duerme profundamente. Y sueña. Sueña con su chica, con que se reconcilian, con que tienen polvos hermosos y, finalmente, con que ella, su chica, lo vuelve a dejar por otro. Ahora el Mono tiene tanto miedo de soñar que, ya enajenado, le implora a Dios que no lo vuelva a dejar dormir nunca. Me trae el recorte de una noticia que salió hace unos días en el periódico. Dice que hay un vietnamita muy sano que no duerme hace treinta y nueve años. El Mono levanta el rostro del papel, borracho, y me cuenta que esa noticia es su única esperanza.

ESTEBAN GIRALDO